Como en un western autóctono saturado de color local, la escena transcurre a la vera de un cañaveral incinerado de sol: ante los policías y las cámaras que lo rodean, Ángel “El Mono” Ale, antiguo gladiador de la vieja escuela del hampa tucumano, entrega su hijo a la ley.
Con un bóxer rojo como única prenda, Facundo Ale clama inocencia después de los tiros, el video de la balacera trasnochada y la fuga. Se autoproclama como la víctima en lo que parece un nuevo episodio de una antigua saga delincuencial; nuestra propia mitología de bajo mundo: Los Ale vs Los Gardelitos.
Una disputa de clanes que nunca pasa de moda en estas latitudes. Montescos y Capuletos sin amor y con muchos tiros, líos y cosa gorda. La genealogía de un odio hereditario que aún no agotó su sed de venganza. Un clásico. Antes de entregar a su sangre, El Mono toma con su mano derecha de dedos gruesos el rostro de su hijo y le asesta una ráfaga de besos cortos en la boca. Tres besos y una despedida. Tres besos y un pacto. Tres besos que suenan a promesa.
La postal recuerda a una de las escenas más memorables de la segunda parte de la trilogía de El Padrino y de la historia de la cinematografía mundial: aquella en la que Michael Corleone, en medio de una fiesta, le planta un beso apasionado a su hermano Fredo para señalar su traición. Un beso que es la marca de una decepción amorosa y también una sentencia de muerte. Por acá la saga continúa abierta en una historia que demuestra las denodadas aspiraciones artísticas de nuestra realidad. Hasta en sus dobleces más siniestros y oscuros, Tucumán es cine.
Fuente: El Tucumano