Del muro de Facebook de:

Fido Carreño
Dentro de unos días voy a ser viejo… seguramente a nadie le va a importar y no lo digo con amargura, ni buscando consuelo en esas frases que repiten que la vejez es un estado del alma, que todo depende de una actitud. Las conozco bien. Las escuché mil veces, y hasta las dije alguna vez con la convicción de quien aún tiene lejos el umbral del tiempo.
Pero este pensamiento no nació ayer. Fue hace muchos años, yo habré tenido unos 12 o 13, en una de esas tantas salidas con mi abuelo cuando, en medio de una charla en un café de Buenos Aires, él debatía amablemente como siempre con alguien que le contaba que pronto cumplía años, cincuenta y cinco… yo estaba distraído pero cuando lo escuché me dio curiosidad, levanté la mirada y me crucé con los ojos de ese hombre, era su amigo. Su rostro era un mapa: líneas profundas como cauces de ríos secos, una mirada que ya no buscaba, apenas resistía. El cabello, surcado por canas, caía con resignación. Y su mueca —ese gesto apenas visible, pero revelador— hablaba de cansancio, de cierto abandono. Fue en ese instante que lo supe: a los 55 años iba a ser viejo.
Y ahora estoy a unos días de soplar esas velas. Cincuenta y cinco. No me siento viejo, no en el cuerpo, ni en el deseo. Pero aquella imagen que me marcó sigue ahí, esperándome como un espejo del tiempo. Y no es resignación. Es más bien una forma de entender que uno no cruza la frontera de la vejez de un día para el otro. Es una idea sembrada que florece con los años, una promesa que el tiempo cumple con puntualidad.
No es tristeza lo que siento. Es una especie de claridad. Como si al mirar atrás, pudiera ver el sendero recorrido con sus piedras y sus luces. Y al mirar adelante, encontrara menos urgencia, pero más sentido.
En pocos días cumplo 55 años. Y no, no me siento viejo. Pero algo en mí sabe —como lo supo entonces— que ese número no es solo una cifra: es una estación. Un lugar donde uno se detiene, respira hondo, y acepta que ya no corre la carrera, pero aún tiene algo que decir.
Por Fido Carreño