Julio Sosa: este martes se cumplen 60 años de ausencia del “varón del tango”

Quién sabe en qué pensaba Julio Sosa el 25 de noviembre de 1964 a las tres y veinte de la madrugada, a metros de entrar en la mitología. Ajeno a las incesantes conjeturas que iban a sobrevivirlo, devoraba el asfalto de Figueroa Alcorta con su DKW Fissore rojo, tras una despedida de soltero. Tenía 38 años: aceleraba, sin saberlo, el último tramo de su vida. Algunos, como su amigo Leopoldo Federico, sostienen que debió esquivar un camión que salía de una estación de servicio a la altura de Mariscal Castilla. Tal vez tuvo una última imagen de la baliza montada en la estructura de hormigón, en medio de los carriles; tal vez no: un instante después entró en el misterio definitivo.

Las horas posteriores dejaron, sí, algunas trágicas certezas: la trompa del auto alemán —con el que había posado sonriente para revistas del espectáculo— convertida en chatarra, el volante deportivo deformado por el golpe del cuerpo, la agonía de 30 horas en las que nunca recuperó la conciencia, el doctor Raúl Matera diciéndoles Está clínicamente muerto a su tercera mujer, Susana Merighi, y a sus amigos, la muerte completándose en el sanatorio Anchorena la lluviosa mañana del 26. Comenzaba el adiós a un ídolo popular que tenía apenas quince años de carrera en Buenos Aires, a un artista de origen pobre que —con alrededor de 200 temas grabados y un carisma extraordinario en vivo— estaba en la cúspide.

El velorio comenzó en el Salón La Argentina, legendario local bailable de Rodríguez Peña 361. Pero la multitud obligó a que siguiera en el Luna Park, con colas que se renovaban bajo la lluvia, entre paraguas, lágrimas y desmayos. Hubo más de 100.000 personas. El cortejo fúnebre hasta la Chacarita duró 6 horas; la guardia de infantería dispersó con gases lacrimógenos a una multitud desbordada en el cementerio. Los medios de la época fueron unánimes: el sepelio del cantor uruguayo era comparable con los de Hipólito Yrigoyen, Carlos Gardel y Eva Perón.

Después, los artículos se ramificaron en homenajes, indiscreciones y alegorías. Que el día anterior al accidente Sosa había cantado por radio Splendid La gayola (con su premonitoria “Pa’ que no me falten flores dentro del cajón”). Que, donjuan como siempre, transitaba por turbulencias sentimentales. Que solía abusar de la velocidad —ya había tenido dos accidentes de auto; en uno de ellos se había fracturado una pierna—. Que había bebido la noche del choque fatal. Que su viuda había soñado con esa muerte. En todo caso, ella pidió que el DKW fuera arreglado en un taller de Juan B. Justo al 2.300; vana intención de reparar lo irreparable.

Julio Sosa había nacido en una casita de tablas y chapas: 2 de febrero de 1926 en Las Piedras, Uruguay, a 20 kilómetros de Montevideo. Su padre, Luciano Sosa, peón rural, y su madre, Ana María Venturini, lavandera, lo llamaron Julio María. “Mi viejo era analfabeto y mi vieja, sirvienta. Siempre tuvimos un pasar humilde. Nos faltó de todo. Cuando debuté en Buenos Aires, me tuvieron que prestar un traje”, recordó él, mucho después, ya al resguardo de sus changas como lustrabotas, de repartidor de farmacia pueblerina o de vendedor ambulante. También fue marinero de segunda en la aviación naval, pero no resistió mucho tiempo la rígida disciplina.

Todo fue precoz para él: la muerte y el amor, la desdicha y el éxito; la música. A los 14 años cantaba en el Café Parodi, de donde fue echado por ser menor de edad; a los 16 se casó con Aída Acosta; a los 18, se separó; a los 22 ya había cantado con varias orquestas y grabado cinco temas con la de Luis Caruso (Sur, entre ellos). A los 23, llegó a Buenos Aires: tenía fe en su voz y 4 pesos oro en el bolsillo. En junio de 1949 comenzó a peregrinar por modestos cafetines; debutó en el Los Andes, en Chacarita. Le ofrecieron 20 pesos por presentación y la comida con los mozos.

En agosto, lo escuchó el letrista Raúl Hormaza. Le dijo que Enrique Mario Francini y Armando Pontier buscaban una segunda voz que acompañara a Alberto Podestá. La prueba fue en el teatro Picadilly. “¿Qué quiere cantar?”, le preguntó Pontier. “Tengo miedo”, respondió Sosa con suficiencia. “El tango Tengo miedo? ¿O tiene miedo de cantar?”, bromeó el bandoneonista. Sosa aprovechó la oportunidad de su vida. Esa misma noche acordó un sueldo de 1.200 pesos y consiguió ropa nueva. Empezaban los tiempos de éxito.

Cuatro años después, tras una buena oferta económica, pasó a la típica de Francisco Rotundo. Pero en aquel 1953 comenzó a sufrir un problema en las cuerdas vocales; al año siguiente debió ser operado por el doctor León Elkin, especialista en nódulos de laringe. En 1955 volvió a la orquesta de Armando Pontier. En esa etapa, que duró tres años, grabó La gayola, Quién hubiera dicho, Padrino pelao, Martingala, Abuelito, Camouflage, Tengo miedo, Cambalache, Brindis de sangre, No te apures y Uno.

“Todo lo que canto me gusta —aseguró El Varón del tango, ya famoso, ya bohemio, ya seductor, gracioso y recio, contradictorio, pintón, amante de las mujeres, el cigarrillo, la noche, el vértigo, los autos y las mascotas—. Jamás he interpretado una canción por compromiso. Estudio psicológicamente a los personajes de cada tango y me siento cada uno de ellos. Por eso digo que el cantor debe ser actor por naturaleza”.

En 1960 decidió iniciar su etapa solista. Convocó a Leopoldo Federico para trabajar juntos. La dupla fue prolífica, triunfal: entre 1959 y 1964 grabó 62 tangos (María, Madame Ivonne, Volvió una noche, En esta tarde gris, El último café y Nada, entre otros), se presentó con enorme éxito en radio Belgrano —Federico era el director estable de la orquesta— y en infinitos bailes multitudinarios. “No comprendí en toda la dimensión quién era Julio Sosa hasta que actuamos por primera vez juntos —explicó Federico—. En un momento tuve que dejar de tocar, con el bandoneón temblándome en las rodillas. No podía creer lo que veía: Sosa se transformaba en el escenario. Tenía un poder de convocatoria y un carisma impresionantes”.

El Varón del Tango, que tenía una hija de su segundo matrimonio, no se inquietaba por las corrientes nuevaoleras que parecían relegar al tango en los 60. Su poder de convocatoria se multiplicó con sus trabajos televisivos en ciclos como Luces de Buenos Aires, Copetín de tango o Casino. Con una carrera breve e intensa, el cantor uruguayo ya no tenía diques. Igual, él le atribuía su éxito al género en crisis. “Con el tango sucece como con el sol: a veces llueve, a veces está nublado, pero eso no quiere decir que haya desaparecido. Los otros ritmos no son más que nubes para el tango: fenómenos pasajeros”.

A los clásicos que el público le pedía en los bailes les había incorporado —contra las sugerencias de su representante— tangos melódicos, algunos clásicos de otros cantores. Incluso y sobre todo de Gardel. Aunque a veces profesaba un humor picaresco, también tenía facetas cultas. Llegó a publicar un libro de poesía: Dos horas antes del alba (la hora en que tendría el accidente fatal). A sus giras se llevaba una linterna, para disfrutar de la lectura cuando el micro se quedaba a oscuras.

El talento, la fama y acaso la muerte joven hicieron que Julio Sosa fuera comparado con Gardel. En junio de 1963, Sosa estuvo en la redacción de Clarín, en donde le preguntaron si no creía que se comerciaba con la memoria de El Zorzal. Contestó: “Pienso que a algunos se les fue un poco la mano. Por supuesto que no pongo en tela de juicio los merecimientos de “El Máximo”. Algunos lo ven como una veta inagotable. Y no creo que esa preocupación tenga por objeto conservarle el trono al gran Carlos. Porque es una utopía pretender igualarlo. Y porque los muertos son invencibles.”.

Un año y medio después, en la esquina de Figueroa Alcorta y Castilla, Sosa se integraba, no sin enigmas, a ese selecto grupo de invencibles.

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